La cultura en el campo: un relato en primera persona
A la cultura la componen los bienes y saberes intelectuales de un pueblo, su arte, creencias, leyes y toda manifestación que estructure la forma de ser y de vivir de una nación. En el Día de la Cultura Nacional, un relato sobre algunas normas, sentires y pensares que forman a la cultura de quienes viven y trabajan en los campos.
Hoy, 29 de julio, es el Día de la Cultura Nacional. Esta fecha fue designada en 1982 mediante un decreto presidencial, en conmemoración de la muerte de Ricardo Rojas, ocurrida en 1957. Ricardo Rojas fue un escritor, historiador y político argentino, oriundo de Tucumán, que dejó un gran legado literario y trabajó incansablemente para preservar y también difundir la cultura nacional argentina.
La cultura de una nación es el conjunto de características, costumbres, tradiciones y normas que representan a una comunidad humana, y construyen y determinan a las personas que forman parte de ese pueblo, de ese lugar. A nuestra cultura, los argentinos la llevamos como bandera. Forman parte de ella el mate, el tango, el folclore argentino con sus danzas e instrumentos, el rock nacional, la literatura, la naturaleza multiétnica y cultural de la población y nuestra sangre. La lista es inmensa y también forman parte de ella, rasgos de la cotidianeidad.
Por ejemplo, que somos apasionados, que hablamos cuando sabemos y cuando no, “hasta por los codos”, como diríamos acá. Que comemos asado los domingos o un día cualquiera con alguna excusa, que hacemos sobremesas larguísimas, y nos peleamos por los mismos temas una y otra vez.
Somos muy amigos de nuestros amigos y de los desconocidos también. Somos generosos, nos abrazamos, nos reímos de nosotros y de los demás, en general sin malas intenciones. Somos creativos: para sobrevivir, para crear, para destacarnos, para putear; en el arte del insulto somos profetas y maestros. Somos agrandados y en el mundo lo saben, somos gente de rituales, de cábalas. Cruzamos mal la calle, vivimos rozando los límites, los pasamos, nos quejamos si nos sale mal.
Argentina es enorme con sus climas, sus paisajes, las tonadas y la riqueza de la diversidad que la construye, que nos construye. Nuestra cultura ve avanzar a generaciones y cambia, se adapta, y mejora o empeora, de acuerdo a cómo se la mire.
En la diversidad que hay en esta patria tan grande, intenté identificar algunas de las líneas sutiles de la cultura que unen a la gente del campo; esas formas que se esconden en lo cotidiano y que son parte del ser (del hombre, del humano), por nacer, crecer o llegar, en algún momento de la vida, al entorno rural.
Una certeza es que llegar a casa en el campo, muchas veces, no es simplemente abrir una puerta; el camino puede requerir, por ejemplo, abrir portones, y en ese simple acto que uno hace desde niño, hay reglas, hay rituales, puede decirse que hay cultura.
Recuerdo que aquella tarde mi mamá manejaba la camioneta y yo iba en el asiento del acompañante. Llegamos a la punta del camino y el portón estaba abierto, había que cerrarlo. Mi mamá frena apenas lo pasamos y me mira. Yo no la miro. “¿Te bajas?”, me pregunta. “¿Y por qué yo?”, le respondo devolviéndole la mirada. La nueva generación cuestionando lo incuestionable, hubieran visto su confusión… “¿Cómo que por qué?”, me preguntó y se preguntó, y empezó a reír. Bajé, cerré el portón, y volví a subir. Admitamos que esa simple tarea da un poco de fiaca. Nos reímos durante uno o dos kilómetros.
Que por qué el acompañante se baja a abrir y cerrar el portón fue nuestro tema de conversación… si es lo mismo, hay que sacarse el cinturón, abrir la puerta, bajarse… lo debatimos. Me cuenta que es así desde siempre, que cuando ellos tenían el rastrojero, y cuando andaban en sulky, el acompañante era el que se bajaba. A través de sus recuerdos encontramos una posible razón.
“El que manejaba el sulky o la jardinera tenía las dos riendas que sujetaban el caballo, entonces el que estaba al lado se bajaba a abrir las puertas porque era el que estaba desocupado, si no el que tenía las riendas tenía que atar las riendas, bajarse, abrir el portón, subir, desatar las riendas, cruzar, volver a atarlas y bajarse a cerrar el portón… porque al portón o las puertas siempre había que cerrarlas, se abrían y se cerraban porque había animales, mucha ganadería”.
Ahí puede estar el origen de esa costumbre, en la logística de bajarse del sulky o la jardinera y por eso, la obvia responsabilidad que caía sobre el “copiloto”. Claro que hoy manejar y bajarse de un vehículo es más sencillo, pero aún así, la tarea sigue siendo responsabilidad del acompañante; la época cambió, pero el ritual se conserva. Eso, pienso, forma parte de la cultura del campo, la historia que se adapta y sobrevive y existe en las nuevas generaciones.
En esta época de cosecha del maíz, pienso en la certeza de que nos robamos choclos. “¿No hay choclos todavía?”, nos empezamos a preguntar al final de la primavera. Y la respuesta a esa pregunta seguro incluye el apellido de algún vecino “A los de Gennaro le faltan unos días, los de Motta ya están”. Entonces cuando uno pasa cerca del campo de Motta, estaciona a la orilla del alambre, lo cruza, y se trae algunos choclos a casa. “Están a punto, ¿de dónde los trajiste?”. En general los choclos nunca están primero en nuestro potrero, por eso robamos esos choclos (o los tomamos prestados), y sabemos que cuando los nuestros estén devolveremos el favor, aunque no nos enteremos.
El mirar el cielo es también algo intrínseco al campo. Analizar en el horizonte, al atardecer, las nubes y los rayos del sol para saber o deducir si va a llover o no. El quejarnos porque no llueve o porque no deja de llover, porque no lo controlamos y dependemos de ello para nuestra producción, y pedir misas por lluvia, y mirar el cielo, llueva o no llueva, mirar el cielo. También mirar la tierra y prestarles atención a las hormigas, por ejemplo, para conocer lo mismo, porque cuando las hormigas tapan la entrada del hormiguero con ramitas, es porque va a llover…
La lluvia da para mucho. El medir cuántos milímetros caen y salir a ver cuánto marca el medidor, vaciarlo, comentarles los mm a los vecinos y preguntarles cuánto les llovió a ellos y a los demás. Que cuando llueve “no se trabaja”, o se trabaja menos si solo somos agricultores, o se dificulta el trabajo y se trabaja más si tenemos tambo y ganadería. Que si tenemos que salir no sabemos si vamos a llegar a destino durante un temporal porque nos podemos quedar empantanados; y ante eso saber que alguien te va a venir a sacar, posiblemente el vecino que vive más cerca.
El que todavía tiene aljibe aprovecha la lluvia para almacenarla, y tomarla, y quizás alguna señora todavía use esa agua para lavarse el pelo, porque lo deja lindo. Mi mamá usa esa agua para el mate y no la del surgente (de las napas, de la canilla) “porque el agua de lluvia lo lava menos”.
Hay más, mucho más. Las carneadas, las yerras, las siestas, las heladas, el viento; ir a la escuelita de campo y que los amiguitos vivan lejos. Que el kiosco o supermercado más cercano no quedan en la esquina porque no hay esquinas, y por eso cuando se compra se almacena para que dure por un tiempo. Que todo requiere un viaje y tiempo y queda lejos, el correo, el banco, la panadería, la verdulería y el médico.
Que en el campo es muy especial el sonido que tiene el silencio. Con decenas de pájaros que cantan y las hojas y ramas de los árboles balanceadas por el viento. El mugido de las vacas, el relincho de caballos, gallos y gallinas escarbando, cantando y comiendo. De noche grillos, chicharras y luciérnagas, y alguna jauría de perros. Me quedo corta, seguro, y no es certeza para cada campo esto que cuento. Seguro la cultura rural en nuestra patria es tan extensa y cambia, como varía en cada región el color del suelo.
Por Natalí Ruatta Contigiani
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